martes, 14 de abril
Esta
mañana he visto una pareja de abubillas picoteando con gracia en la ladera que
lleva, escalera arriba, al Templo de Debod (y que sigue cerrado a los
transeúntes). Es la primera vez que las veo en este flanco del parque, tan
pegado al paso del tráfico y al ruido de las obras vecinas. O tengo el ojo
entrenado sin saberlo o ellas se han vuelto más atrevidas. La línea ligeramente
curvada que dibujan su largo pico negro y su penacho erguido me ha hecho pensar
en el casco del ciclista inmóvil que vi pedaleando en su terraza hace dos días.
Pero aquí no hay contrarreloj que valga. Solo vuelo y hambre.
El
timbre suena tan poco estos días que cada vez que lo hace nos sobresaltamos.
Pero esta vez es José Luis, el portero, que viene a devolverme la taza de café
que se llevó ayer. En realidad, la devolución es la señal que me permite
ofrecerle otro café, que él acepta con toda confianza. Y así, con estos
sobreentendidos, van pasando los días. Charlamos un rato desde lados opuestos
de la cocina, él con su mascarilla y sus guantes, yo guardando la distancia,
pero sin remilgos. Al fin y al cabo, es él quien se encarga de limpiar y
desinfectar el portal cada día. El sentido de la responsabilidad, que los dos
mantenemos por igual, compite con mi temor a parecer grosero. Cuando se va, de
nuevo con su taza, el olor a café reciente subraya el del jabón líquido.
Empecé
el confinamiento leyendo la «correspondencia privada» de Jaime Salinas. Algo
abrumado por los cotilleos y el exceso de introspección crítica, me pasé a
Yuval Noah Harari y su Sapiens, que tenía por leer desde hace tiempo.
Pasado el hechizo inicial –los capítulos sobre la prehistoria y el neolítico
siguen siendo los mejores–, salté a Bitter
Fame, la biografía de Sylvia Plath
que la poeta Anne Stevenson publicó en 1989. En este caso, se trataba de una
relectura, pero había tantas cosas que había olvidado o que recordaba de otra manera
que fue como si lo leyera por primera vez. Entonces se me coló La abundancia de Annie Dillard, una selección de sus «ensayos narrativos», así reza
el subtítulo, que compré de tapadillo y por capricho en la librería Aleph, que
sigue abierta como quiosco (lo vi en el escaparate y conecté el nombre de
Dillard con The Writing Life, un libro de apuntes y reflexiones sobre la
escritura francamente delicioso que devoré en un viaje en avión, ya no sé
cuándo; en España lo publicó Fuentetaja). De pronto me vi con cuatro o cinco
libros abiertos o empezados, pero incapaz de terminar ninguno. Por no hablar de
los artículos on-line y los libros de poesía que andan por toda la casa y de
los que picoteo según el humor: Guillermo Sucre, Valerio Magrelli, David
Huerta… Una auténtica jungla de palabras que me aturde y casi no me deja respirar.
Así que decido colocarlos en una pila y terminar su lectura uno a uno. Empezaré
con Salinas: ya es hora de retomar sus vivencias del Madrid de la transición y
así poner coto a este batiburrillo. Pero, espera, al despejar la mesa me saltan
de nuevo los Cuadernos de Cioran, que compré en la Alberti justo
antes del encierro y que había planeado dejar para el verano. ¿Y si este fuera
el momento?
La
página de Facebook de The Paris Review me acerca un fragmento de la
entrevista que le hicieron a Mark Strand en 1998. Palabras que no podrían ir
más a propósito: «Convivimos con el misterio, pero no nos gusta esa sensación.
Creo que deberíamos habituarnos a ello. Sentimos que debemos conocer el sentido
de las cosas, estar por encima de esto o de aquello. La verdad es que ser tan
competente en la vida no me parece particularmente humano. Es una actitud que está
muy lejos de la poesía». Y así es, en efecto. O me lo parece, al menos, en
estos días en los que solo cabe esperar, ser pacientes y asumir, con humildad,
que sabemos muy poco de lo que se nos viene encima. Imposible dominar o «estar
por encima» de nada. Lo que no quita para que sigamos alerta, expectantes,
cuidando de no dar pasos en falso. Ese desvelo.
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