El jardinero que esta mañana, con el canto de su pala, golpeaba con insistencia la placa de hielo, cada vez con más fuerza, no porque quisiera limpiar el trecho de parque que le había tocado en suerte sino por simple aburrimiento, por entretener la espera mientras sus dos compañeros terminaban de fumarse su cigarrillo. Empezó a golpear con tanta saña que hasta ellos se giraron hacia su colega y esbozaron un gesto pidiendo calma, pero al verme se detuvieron, como llevados por un sorprendente espíritu gremial. El ruido de la pala contra el hielo era aún más atronador contra el silencio de fondo del parque, casi desierto a esas horas, como si el silencio le hubiera provocado un rencor vengativo, la necesidad de romperlo sin piedad. Como si el silencio mismo fuera una afrenta, algo tan hostil como el frío o la espera por sus compañeros.
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