sábado, mayo 29, 2010

descripción de una escucha

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© Ramón Prendes


palabras para antonio gamoneda

Cómo llegamos a un escritor, a su trabajo, de algún modo proyecta una sombra sobre nuestra relación con él. Es una clave musical que condiciona todas nuestras lecturas, la forma en que volvemos sobre sus libros y profundizamos en ellos. Cada vez concedo más importancia a ese primer encuentro, a los ecos que despierta y que se prolongan y modulan en el tiempo hasta hacerse uno con el cuerpo del texto. La lectura es un ejercicio temporal y encuentra en el tiempo su pleno sentido; pero es un tiempo que no sólo se despliega en el futuro, en respuesta a la esperanza o la expectativa de sentido que surge del trato con el texto (con la materia del texto), sino que también mira hacia atrás, hacia un pasado que se reactiva cada vez que volvemos a él por medio de las páginas o los libros en que reside, virtual o latente, agazapado entre líneas, capaz de revivir de un salto a poco que lo llamemos.

Descubrí la existencia de Antonio Gamoneda a la vez que su poesía, y su poesía fue, durante largo tiempo, el recuerdo de la lectura que dio en la Facultad de Filología de la Universidad de Oviedo una mañana de enero de 1989, con ocasión de un congreso de poesía que fijó en términos bastante definitivos, al menos durante una década, mi retrato de lo que era o decía ser la poesía española contemporánea. Las primeras impresiones suelen ser decisivas, y la primera imagen que me viene a la mente al recordar aquel congreso es un hombre robusto, algo más avejentado de lo que hacía esperar su fecha de nacimiento, que leía con voz severa y cálida fragmentos de un largo poema o libro llamado Descripción de la mentira. Ahora no recuerdo si leyó el libro de principio a fin o si añadió a su lectura fragmentos de Lápidas, publicado sólo dos años antes (habría que ir a las grabaciones de aquel congreso, que existen, para aclararlo). Apenas hizo comentarios. La lectura fue una larga letanía de frases e imágenes resonantes, llenas de un énfasis casi bíblico y dichas, sin embargo, con extraña parsimonia, como si el lector pronunciara un veredicto irrefutable, medido y calculado hasta la extenuación, capaz de repartir con mano certera culpas y responsabilidades. Recuerdo el silencio alerta que se hizo en la sala durante los cincuenta minutos largos que duró su intervención, y también el aplomo, la sobria naturalidad del semblante que nos leía desde la mesa; una sobriedad en la que participaban por igual la pasión y el escepticismo, la tensión del momento y la paciencia del que lleva ya muchas horas de vuelo y concede la importancia justa a su trabajo.

He tenido el privilegio de escuchar a Antonio Gamoneda varias veces a lo largo de estos veinte años, con la ventaja añadida de una familiaridad con su obra que entonces simplemente no tenía. Pero ninguna lectura, con una salvedad que luego señalaré, ha tenido el impacto de aquella primera. Quizá porque, en mi caso, el descubrimiento de la poesía fue simultáneo al descubrimiento de la persona y de la voz. Durante muchas veces, mientras leía y releía (e imitaba torpemente) las páginas de Edad, los poemas sonaban con la voz de su autor, estaban asociados de manera inextricable y hasta obsesiva con la figura de Antonio. Ello no me impidió, desde luego, hacerlos míos en la lectura y disfrutar incluso con su apariencia visual, el modo en que desplegaban sus largos párrafos (esos «bloques textuales» de los que ha hablado alguna vez en conversación con Ildefonso Rodríguez) sobre la página. Pero el eco -el recuerdo- de aquella escucha inicial se prolongaba de manera soterrada y sostenía mi frecuentación íntima de la obra. Un eco en el que insertaban, al sesgo, las nociones y categorías que iban surgiendo de la lectura y que aún ahora, convertido su autor en figura célebre y celebrada, diana involuntaria de periodistas y comentaristas mediáticos, siguen teniendo más vigencia que nunca: rigor, autenticidad, tensión verbal, capacidad para ir a lo hondo y relatar en palabras memorables el drama de la existencia.

Muchos años más tarde, en el verano de 2003, y esta vez en el ámbito de un curso de poesía dirigido por Andrés Sánchez Robayna en la Universidad de verano de El Escorial, pude ser testigo una vez más del poder de convicción de esta poesía, del vigor con que se revela a sus oyentes, plantándose en su conciencia, estableciendo un vínculo que excede la simple comprensión de sus contenidos. Como el alumno universitario que yo era en 1989, también muchos de los asistentes al curso desconocían la poesía de Antonio. Sentado junto a él, pronuncié unas pocas palabras de presentación y le di la palabra. La voz había cambiado sutilmente con los años, se había hecho más grave y espesa, fluía con más lentitud, pero no había perdido la capacidad para hacer el silencio a su alrededor; un silencio atento, erizado como un gato, lleno de tensión y expectativa. Antonio leía y en muchos rostros -los tenía frente a mí, no podía ignorarlos- se iba dibujando una expresión de asombro, de sorpresa contundente, que ni siquiera el aplauso final borró del todo. Creo que muchos tuvimos la impresión de haber vivido un acontecimiento, algo cuyo sentido profundo se nos escapaba sin dejar de interpelarnos. De aquella semana es quizá lo que mejor recuerdo, junto con la lectura también inolvidable de Eugenio Montejo, otro poeta capaz de jugar a voluntad con los silencios.

Estas dos lecturas han marcado profundamente mi relación con la poesía y la persona de Antonio Gamoneda, hasta el punto de que no puedo leer un texto suyo sin escucharlo en su voz. Resulta curioso porque, como ya he dicho, está conciencia aural ha convivido sin problemas con una apreciación igualmente intensa de su presencia visual, el modo en que aparece impreso. Es una lectura doble, que discurre simultáneamente en dos canales, el ojo y el oído, y que a veces quisiera, en su entusiasmo, poder sopesar las palabras en la mano para cobrar conciencia cabal de su peso, su materialidad llena de aristas y grumos. Es algo que pude comprobar una y otra vez mientras trabajaba en la edición de La campana de la nieve, disco que recoge tres de las lecturas que Antonio ha dado en el Círculo de Bellas Artes de Madrid y en el que se percibe perfectamente la distancia entre el lector de 1986 -recién aparecido Lápidas-, con la voz encendida y hasta un punto insolente, y el de 2006, más viejo y decantado, también más vulnerable.

No sé si Antonio tiene la costumbre de decirse en voz alta los poemas mientras los compone, como dicen que hacía Sylvia Plath en el tramo final de su vida. Quizá no sea buena estrategia, ya que fiarlo todo al efecto sonoro puede conducir a una poesía efectista o retorizada, muy lejos de la cuajada inmediatez de su escritura, de su fraseo tirante y circular. Y el propio Antonio ha alertado sobre los peligros de las cantinelas tradicionales, de los ritmos fáciles que se heredan acríticamente y que impiden concebir o liberar un pensamiento poético genuino. Pero sin duda sabe (porque ese «placer sin esperanza» del que habla en Arden las pérdidas es fundamentalmente de índole musical) que esa dimensión sonora está ahí, en todo lo que escribe, y que el poema, antes que nada, es algo que se dice, algo hecho por y para la voz y que necesita de nuestra escucha para ser plenamente. Por fortuna, puede decirse que ese espacio de escucha y de receptividad ha crecido hasta extremos que hace veinte años, en aquel lejano mes de enero de 1989, parecían inconcebibles. No es culpa suya si yo sigo oyendo, como un eco de fondo, como la clave musical que explica y justifica el conjunto, al poeta casi secreto que nos leyó entonces.



[Escribí este breve texto hace cosa de un año (junio del 2009) para un libro de homenaje a A. G. coordinado por el poeta leonés Rafael Saravia, El río de los amigos, que Calambur Editorial publicó pocos meses más tarde. Lo bueno de escribir al margen de la actualidad es que luego los textos no pierden un ápice de su carácter marginal; son tan (im)procedentes ahora como cuando fueron escritos. Me gustó evocar, sobre todo, aquella primera lectura de enero de 1989, que fue también el mes en que publiqué mi primer poema, de vergonzante recuerdo. Sobra decir que toda mi secreta vanidad de poeta incipiente quedó hecho trizas al escuchar en riguroso directo Descripción de la mentira...]
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4 comentarios:

lolita lagarto dijo...

La voz cuando nos toca llega a recodos muy imprevisibles, puede incluso llegar a borrar la palabra, la palabra está encerrada en esa voz.
La voz siempre perdura..

José Antonio Fernández dijo...

Muy buen texto. Gracias por compartir.
Un cordial saludo.

azul dijo...

Precioso homenaje. Precioso texto que fluye. He disfrutado leyéndote. Gracias. Abrazo azul.

Leonardo dijo...

Bello texto que dice mucho acerca de esa fuerza de la palabra-voz que puede perseguirnos hasta el final, para bien o para mal. Gamoneda, grande, de los grandes de veras.