Pierre Alechinsky
Ciertas
callejas o tramos de calles que, sin saberse el porqué, aparecen envueltas en
un aire sombrío, incluso maléfico, como si el tiempo de todos los días hubiera
decidido evitarlas y todo en ellas latiera sin fuerza, con esa calma helada de
los personajes de cuentos de hadas que han sido hechizados y duermen a caballo
entre dos mundos. Son espacios donde abundan los locales abandonados, que nadie
quiere, donde los portales son de otro siglo y hasta los árboles tienen un
aspecto desastrado que se trasmite a su sombra como un miasma. Es algo
inexplicable, que se acepta sin más como parte de una rutina de la que somos,
por lo común, espectadores pasivos. Todos conocemos, en nuestro barrio, esa
esquina funesta donde cada dos años se cuelga un cartel de traspaso y se
inaugura un comercio condenado antes incluso de abrir, porque todos hemos
interiorizado de manera inconsciente la maldición que lo aqueja, todos sabemos
que allí ningún negocio tiene futuro –que, por no tener, no tiene ni pasado,
pues nadie recuerda cuáles lo precedieron.
Se
trata, desde luego, de un conocimiento supersticioso, un resto de pensamiento
mágico que sigue haciendo mella en nuestras percepciones, pero la misma
intensidad o insistencia con que lo hace resulta sospechosa; es como si la
propia superficie de las calles se resistiera a ser ordenada o jerarquizada
racionalmente, como si algo de esa magia más bien antipática persistiera por
debajo de las líneas del mapa. Esto es algo que los surrealistas, tan amantes
de los cafés como de perder el rumbo por las calles de París, sabían muy bien.
Los paseos y encuentros de André Breton en Nadja,
por ejemplo, son el testimonio de un
zahorí empeñado en pulsar las fuentes de energía de la ciudad, imanes que van
asociados, para él, al ir y venir de esa mujer fatal con la que entabla una relación a medio camino entre la
fascinación y el escrúpulo. Breton creía que esta energía se vinculaba a la
antigüedad del lugar, a los estratos de historia y de vivencias que se acumulan
con el tiempo, y por eso nunca tuvo ojos (ni oídos) para Nueva York. Su rechazo
a convertirla en materia de sueño está relacionado, en el fondo, con su
negativa a hablar inglés: ciudad sin cafés ni terrazas, sin calles que pudieran
caminarse cómodamente, sin el espesor o la espesura históricos de su rival
europea, Nueva York volvía inservible la sintaxis divagante de Nadja o El amor loco, todo ese largo y delicado sondeo verbal que era una
de las marcas de la casa.
Ahora
sabemos que estos imanes bretonianos también actúan en lugares sin apenas
historia, en los barrios o calles de nuevo cuño donde se instalaron nuestros
padres. Los concibo en el extremo de una red de arterias que fluye por debajo
de la ciudad, una tela de araña cuyos hilos, si suben a la superficie, tienen
el poder de alumbrar o envilecer los lugares que tocan. Y me doy cuenta de que, en mi caso, gran parte del interés o la excitación de vivir en la ciudad
depende forzosamente de localizar y ordenar con precisión tales lugares.
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