ligero como astilla
La nota
está fechada en abril de 1997 y dice así: «¿El impacto de la poesía? El libro
de Guillevic lleva quince años sin salir de la biblioteca universitaria. Su
único sello es el mío, que ni siquiera estudio francés o pertenezco a ese
departamento. El libro está sin cortar, como recién comprado. Quizá por ello al
abrirlo la tinta me salta a los ojos, como un animal en cautividad. Un libro
ignorado durante quince años: quizá por ello lo leo con atención redoblada y,
casi sin pensar, me pongo a traducir algunas de sus páginas». Como gran parte
de mi diario de entonces, el tono engolado de la entrada me incomoda, pero la
cito porque el sentimiento de asombro y a la vez de soledad, la sensación
ambigua de estar presenciando un pequeño milagro que sin embargo no tenía testigos
que lo confirmaran, sigue tan vigente como el primer día. Lo reviví hace poco,
cuando entré en el salón de Casa de América donde Yves Bonnefoy debía leer sus
poemas: descontando autoridades, allí no éramos más de quince personas. Era una
cita en las catacumbas: unas catacumbas lujosas, sí, decoradas al viejo estilo
neoclásico y donde aquel salón, situado en lo más alto del Palacio de Linares,
hacía las veces de cueva para iniciados. El eco mediático de ciertos premios, las
páginas de papel cuché donde se consagran jóvenes talentos, el ruido de esos
circuitos alternativos en los que al parecer se forja la poesía del mañana, no
desmienten una realidad más incómoda: la falta de interés real por aquellos
que, en última instancia, deberían ser –aún– nuestros maestros.
Si Guillevic fue alguna vez un maestro, lo fue –a diferencia del creador de Douve– a su pesar y de manera indirecta. Su poesía es un ejercicio constante de desmarque lúdico y naif, un prodigio de economía y sencillez que se vale de las repeticiones y las variaciones para envolver al lector, hacerlo partícipe de un sentido que muchas veces, como en los aforismos, surge de la paradoja y la inversión más o menos sorpresiva del punto de vista. El libro huérfano que se pegó a mí como un perrillo en la Universidad de Sheffield se titulaba Autres y recogía secuencias que habían quedado descartadas de libros anteriores. El carácter serial y casi programático de esta poesía forma parte de su ADN y permite al poeta relajarse, probar alternativas que ni mucho menos agotan la fórmula o caen en la repetición mecánica. Amante del símil y la anáfora, de las enumeraciones y las preguntas retóricas de la poesía primitiva (la sombra de su admirado Jean Dubuffet nunca está muy lejos), Guillevic rehúye las metáforas, los hipérbatos y cualquier forma de complicación semántica o prosódica: sus frases son breves y concisas, ligeras como astillas, pero el grano al que van está siempre en danza, no se deja atrapar. Matemático de formación, Guillevic construye breves ecuaciones que se resuelven en una sonrisa enigmática que a veces, también, es de afirmación o reconocimiento. El enigma no pretende alienar ni desconcertar al lector, sino mover un poco la tierra bajo sus pies; solo así, corrigiendo nuestros apoyos, cambiando de postura, podemos empezar a saber dónde estamos. La metáfora terrestre no es arbitraria: junto a series como Sphère o Coordonnées, donde la pulsión algebraica es más evidente, Terraqué y sobre todo Carnac (1961), su libro más celebrado, son una indagación en las raíces, una exploración cultural y psicogeográfica de su Bretaña natal: sus pájaros y plantas, sus rocas y megalitos. Este amor por lo concreto, por el detalle revelador, que tanto lo acerca a la poesía oriental, explica también el interés que ha despertado en algunos poetas de habla inglesa, empezando por Heaney, que incluyó una versión de «Herbario de Bretaña» en su último libro, Human Chain, y siguiendo por el también irlandés John Montague, que publicó su traducción de Carnac en 2000.
El Guillevic que aparece en las fotos es un hombre de rostro redondo y algo rústico, con gruesas lentes y una barba sin bigote que le dan un aire de geniecillo o duende rural. La mirada es astuta y menos bondadosa de lo esperable. Pero es sabia, con retranca, como si Buda se hubiera reencarnado en el hijo de un pescador bretón. Que es justamente lo que fue cuando empezó a escribir poesía.
Si Guillevic fue alguna vez un maestro, lo fue –a diferencia del creador de Douve– a su pesar y de manera indirecta. Su poesía es un ejercicio constante de desmarque lúdico y naif, un prodigio de economía y sencillez que se vale de las repeticiones y las variaciones para envolver al lector, hacerlo partícipe de un sentido que muchas veces, como en los aforismos, surge de la paradoja y la inversión más o menos sorpresiva del punto de vista. El libro huérfano que se pegó a mí como un perrillo en la Universidad de Sheffield se titulaba Autres y recogía secuencias que habían quedado descartadas de libros anteriores. El carácter serial y casi programático de esta poesía forma parte de su ADN y permite al poeta relajarse, probar alternativas que ni mucho menos agotan la fórmula o caen en la repetición mecánica. Amante del símil y la anáfora, de las enumeraciones y las preguntas retóricas de la poesía primitiva (la sombra de su admirado Jean Dubuffet nunca está muy lejos), Guillevic rehúye las metáforas, los hipérbatos y cualquier forma de complicación semántica o prosódica: sus frases son breves y concisas, ligeras como astillas, pero el grano al que van está siempre en danza, no se deja atrapar. Matemático de formación, Guillevic construye breves ecuaciones que se resuelven en una sonrisa enigmática que a veces, también, es de afirmación o reconocimiento. El enigma no pretende alienar ni desconcertar al lector, sino mover un poco la tierra bajo sus pies; solo así, corrigiendo nuestros apoyos, cambiando de postura, podemos empezar a saber dónde estamos. La metáfora terrestre no es arbitraria: junto a series como Sphère o Coordonnées, donde la pulsión algebraica es más evidente, Terraqué y sobre todo Carnac (1961), su libro más celebrado, son una indagación en las raíces, una exploración cultural y psicogeográfica de su Bretaña natal: sus pájaros y plantas, sus rocas y megalitos. Este amor por lo concreto, por el detalle revelador, que tanto lo acerca a la poesía oriental, explica también el interés que ha despertado en algunos poetas de habla inglesa, empezando por Heaney, que incluyó una versión de «Herbario de Bretaña» en su último libro, Human Chain, y siguiendo por el también irlandés John Montague, que publicó su traducción de Carnac en 2000.
El Guillevic que aparece en las fotos es un hombre de rostro redondo y algo rústico, con gruesas lentes y una barba sin bigote que le dan un aire de geniecillo o duende rural. La mirada es astuta y menos bondadosa de lo esperable. Pero es sabia, con retranca, como si Buda se hubiera reencarnado en el hijo de un pescador bretón. Que es justamente lo que fue cuando empezó a escribir poesía.
[El Cuaderno, núm. 57, junio 2014, pp. 6-7]
los poemas de «Diálogos», aquí, o pulsando en las imágenes
1 comentario:
Precisión, despojamiento e intensidad sorpresiva. Combinatoria que, como bien dices, se sustenta en la paradoja y las inversiones de puntos de vista. Gracias por estas traducciones de Guillevic.
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