Sentado
frente al ordenador, mientras trato de poner orden –sin lograrlo– en los mensajes de correo electrónico, siento de pronto que algo se mueve en el
pasillo, cerca de la puerta. Me giro y no hay nada. Media hora más tarde,
vuelvo a tener la misma impresión. Una forma negra que transita por el lateral del ojo, que tiembla fugazmente –algo menos que un parpadeo– para esfumarse
cuando me vuelvo. Sé quién es, o de qué se trata. Ha habido encuentros similares este
último mes, desde que la perrita murió.
No creo en los fantasmas, y sin embargo no puedo leer un buen cuento de fantasmas, o ver una película de espectros y apariciones, sin sentir un erizamiento en la nuca, un escalofrío involuntario. Esos relatos, por ejemplo, en los que alguien recibe una visita y luego, cuando el visitante se ha ido, descubre para su terror que era un espectro, que nadie más lo ha visto o puede dar cuenta de su presencia, me dejan siempre inquieto, casi sobrecogido (y más cuando el protagonista recibe, borgesianamente, la visita de su propio yo, ese que fue de muchacho o que será de anciano). Es casi como si quisiera creer, como si me complaciera pensar que puede haber algo ahí, detrás de la puerta de las apariencias, por encima o por debajo de mi querido –y fiable– escepticismo.
¿Por qué, pues, si no creo en fantasmas, se me ha erizado el pelo al sentir el pestañeo de una forma negra en mi campo de visión, esa forma que tantas veces he visto antes, cuando era real, cuando tenía nombre y venía si la llamábamos? Los fantasmas son hijos de la costumbre y la pérdida, la secuela que deja en el ojo –en la percepción– una imagen constante o prolongada, la imagen que ha convivido con nosotros mucho tiempo. Por algo los ingleses, que tanto saben de fantasmas y apariciones, llaman a esa imagen remanente ghost image. Una ilusión óptica, sí, pero también algo más: una presencia que formó parte de nuestra vida y que ahora se resiste a desaparecer, que no duda en disfrazarse de objeto doméstico –un cojín, una lámpara– para visitarnos una fracción de segundo. Como la imagen remanente, la aparición es más intensa u obstinada cuanto más brusca fue la pérdida. La muerte repentina, la desaparición impredecible, nos confunden y hacen que la mente genere sustitutos, ecos, dobles compensatorio: el ojo recrea o revive lo que echa en falta. Eso no explica el escalofrío, pero lo amansa, llevándolo al terreno más o menos controlable de lo cotidiano. Convivir con los fantasmas –evocarlos, conjurarlos, aceptarlos– es nuestra manera de ir haciendo pasado, de darle forma sin excesivas turbulencias emocionales. Son el peldaño que nos permite ir con tiento, dócil o resignadamente, de la presencia a la ausencia.
No creo en los fantasmas, y sin embargo no puedo leer un buen cuento de fantasmas, o ver una película de espectros y apariciones, sin sentir un erizamiento en la nuca, un escalofrío involuntario. Esos relatos, por ejemplo, en los que alguien recibe una visita y luego, cuando el visitante se ha ido, descubre para su terror que era un espectro, que nadie más lo ha visto o puede dar cuenta de su presencia, me dejan siempre inquieto, casi sobrecogido (y más cuando el protagonista recibe, borgesianamente, la visita de su propio yo, ese que fue de muchacho o que será de anciano). Es casi como si quisiera creer, como si me complaciera pensar que puede haber algo ahí, detrás de la puerta de las apariencias, por encima o por debajo de mi querido –y fiable– escepticismo.
¿Por qué, pues, si no creo en fantasmas, se me ha erizado el pelo al sentir el pestañeo de una forma negra en mi campo de visión, esa forma que tantas veces he visto antes, cuando era real, cuando tenía nombre y venía si la llamábamos? Los fantasmas son hijos de la costumbre y la pérdida, la secuela que deja en el ojo –en la percepción– una imagen constante o prolongada, la imagen que ha convivido con nosotros mucho tiempo. Por algo los ingleses, que tanto saben de fantasmas y apariciones, llaman a esa imagen remanente ghost image. Una ilusión óptica, sí, pero también algo más: una presencia que formó parte de nuestra vida y que ahora se resiste a desaparecer, que no duda en disfrazarse de objeto doméstico –un cojín, una lámpara– para visitarnos una fracción de segundo. Como la imagen remanente, la aparición es más intensa u obstinada cuanto más brusca fue la pérdida. La muerte repentina, la desaparición impredecible, nos confunden y hacen que la mente genere sustitutos, ecos, dobles compensatorio: el ojo recrea o revive lo que echa en falta. Eso no explica el escalofrío, pero lo amansa, llevándolo al terreno más o menos controlable de lo cotidiano. Convivir con los fantasmas –evocarlos, conjurarlos, aceptarlos– es nuestra manera de ir haciendo pasado, de darle forma sin excesivas turbulencias emocionales. Son el peldaño que nos permite ir con tiento, dócil o resignadamente, de la presencia a la ausencia.
1 comentario:
Ay, los fantasmas, siempre caprichosos. Viviendo entre nosotros cuidadosamente, como sombras o sombras de sombras. Pero están ahí, acechándonos. ¿No has sentido, ahora mismo, mientras leías estas líneas, un roce de ala acariciadora en la nuca?
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