Creo haber leído una de las primeras
afirmaciones anti-modernas de un escritor moderno en las memorias de Canetti
cuando, a propósito de su desencuentro juvenil con Joyce –que había reaccionado
con penosa extravagancia a la lectura pública de La comedia de la vanidad–, reivindica
el poder y la integridad de la palabra y se opone a cualquier intento de «atomizar» el lenguaje. Entiendo que por atomización Canetti se refería al
recurso vanguardista de romper o fragmentar el lenguaje en los planos bien
morfológico –de las palabras– bien sintáctico –de la frase–. El autor de Masa y poder fue siempre un maniqueo y
aquí vuelve a establecer una oposición que debe leerse más por lo que nos dice
de su mundo que por lo que ilumina a otros escritores (aunque sirva para entender
la peculiar forma de modernidad de su admirado Musil). Basta leer Trilce para saber que la fractura
lingüística puede tener un alto valor expresivo y metafísico y conllevar un
mundo insospechado de significaciones.
Nunca he olvidado el comentario de
Canetti, aunque entonces no entendiera del todo su causa ni su sentido último.
Y recuerdo que algunos de los poetas norteamericanos a los que he traducido
–Anne Carson y Jeffrey Yang, muy en particular– son maestros en el arte de la
ruptura y han sabido sacarle un partido sorprendente un siglo después de los
primeros experimentos dadaístas. Hasta que hace unos años se me hizo evidente,
en la práctica, que el recurso de la atomización verbal había dejado de tener
valor expresivo o creativo para mí. Lo leo, lo traduzco y lo admiro en otros,
pero la evolución de mi trabajo me ha ido llevando de manera natural a un trato
muy distinto con las formas. Hubo un último coletazo en Monósticos, escrito en el otoño de 2011, pero incluso ahí la
sintaxis sigue patrones más o menos normalizados: el experimento consistía más
bien en yuxtaponer con violencia versos que eran frases cerradas sobre sí
mismas y ver si las explosiones (controladas, por supuesto) liberaban alguna
clase de sentido. Ciertos lectores amigos me dijeron que la serie suponía un
soplo de aire fresco y que abría la puerta a nuevas experimentaciones. A mí, en
cambio, me pareció una oportunidad para decir: «Hecho», y pasar a otra cosa. Es muy posible que esté equivocado.
Cuando hablo de «un trato muy distinto de las formas» me refiero a que casi toda la
poesía que he escrito recientemente es figurativa y, en muchos casos, tiene un
espinazo narrativo. Al mismo tiempo, esta voluntad narrativa convive con una
visión, esta vez sí, fracturada del mundo. La ruina, el fragmento, el agregado
de restos y retales, están inscritos en una mirada que se declara incapaz de
poner orden o sentido en lo que ve. Pero recrear esta visión en un lenguaje
similarmente fracturado me parece la opción más literal –ergo: la más aburrida–
y la manera más segura o inmediata de abdicar de los poderes de la imaginación.
«One builds a house of what is there»,
escribe Charles Tomlinson en un verso que Octavio Paz traduce como «La casa se
construye con lo que ahí encontramos» (Hijos
del aire, I, 1), y creo que la
frase resume bien el sentido de un trabajo que parte de lo dado, eso que está
ahí, a nuestros pies, eso que nos encontramos en el suelo, los cascotes, la
ruina del tiempo, para convertirlo en una casa, un hogar de la imaginación para
la imaginación (ajena y propia). De ahí la importancia, en el original, de la
preposición «of» [de], que Paz
normaliza echando mano del más esperable «con»: de lo que está ahí, a partir
de lo que tenemos, de lo que ahí encontramos, se hace una casa. La visión
final está ligada indefectiblemente a los materiales de partida –que son, no lo
olvidemos, materiales de derribo–, pero el propósito es hacer de ellos una casa, algo habitable y
congruente, aunque también mordido –es inevitable– por el diente roedor del
tiempo. Sin olvidar, como recuerda Tomlinson, que la casa se hace «(a partir)
de lo que traemos». A la mesa, claro. Al escritorio con su cuaderno abierto.
Desde
hace años me interesa el poema como una forma de sueño lúcido, de sueño con los
ojos abiertos que fluye con naturalidad en medio de la niebla, con personajes
que no saben qué hacen ni por qué están donde están, inmersos en un trasfondo
que tiende a mutar o transformarse sin aviso, o que incluso desaparece bajo sus
pies. Exagero, desde luego, pero la hipérbole apunta a un ideal del que los
poemas se alejan más o menos según las circunstancias o su naturaleza. La
noción de relato me parece cada vez más seductora, una corriente que fluye por
un territorio fantasmal, a menudo poco más que entrevisto, y que se compone de
fragmentos encadenados, saltos de nivel y transiciones inesperadas pero que van
configurando, de poema en poema, su propia lógica. Un relato fluido, ágil si es
preciso, en el que las transformaciones propias de la metáfora se desplazan por
necesidades del guión al plano de la sintaxis, de la relación entre frases. Y
todo esto para decir que estas nociones complementarias de sueño, de relato, de
corriente narrativa y algo sonámbula me parecen ahora el medio mejor, al menos
en mi caso, para restituir a la imaginación el rango que nunca debió perder en
poesía.
Decía
Canetti –vuelvo a él– que la poesía es el territorio de la metamorfosis: el
reino de la transformación y la analogía, del esto es aquello, de la
extrañeza que deslumbra y alecciona. Pero podemos llevar el poema a los
terrenos de caza del relato, allí donde esto nos lleva a aquello y a su vez a
una tercera cosa que arroja luz sobre el conjunto antes de dejarse atrás a sí
misma. Esto es lo que ahora me parece escuchar en un poema reciente, «Primer acto»: estamos, empezamos, nos vemos «aquí… con las ruinas», y terminamos
«siempre lejos, siempre volviendo a casa».
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