sábado, 2 de mayo
El
sistema de franjas horarias es una manera como cualquier otra de simplificar la
complejidad social, de clasificarnos y hacer que cada cual vaya por su carril:
niños, ancianos, deportistas, personas dependientes, adultos que viven bajo un
mismo techo… todos con nuestro horario asignado y nuestras normas concretas. Algo
así como los pasajeros que se cruzan en las cintas mecánicas de los
aeropuertos. Pero esta primera mañana lo más difícil ha sido, justamente,
caminar en línea recta. Íbamos todos en zigzag, manteniendo la distancia de
seguridad y oteando el horizonte inmediato para evitar el más mínimo roce (tuve
incluso que pararme un par de veces para dejar que el tramo de calle que tenía
delante se despejara). El resultado fue una coreografía indecisa, atomizada,
que más parecía un baile de abejas que el desfile de hormigas habitual. No
cambiaba tanto de acera desde que tenía catorce años y los quinquis patrullaban
el barrio.
Escribo
la palabra «desescalar» en un mensaje de correo y el corrector del programa me
la sustituye automáticamente por «desencallar». Está bien. Y se agradece el
cambio de metáfora, quizá engañosa, pero menos esforzada y peligrosa que la del
neologismo oficial. Ahora solo falta que suba la marea.
Tarde
de teléfono, de puestas al día y boletines cotillas. Como si antes del
«chupinazo» –así lo llama un amigo en un mensaje– quisiéramos dejar la casa de
la amistad en orden. Nos contamos las novedades y casi no nos damos cuenta de
que lo extraño es eso: tener algo nuevo que contar. Hoy, encima, luce un día
espléndido, y ya se sabe (Canetti) que al sol todo son buenos propósitos.
TCM
ha programado un especial Hitchcock para conmemorar el 40º aniversario de su
muerte y casi no hay día en que hayamos faltado a la cita (aunque no siempre
cuando la cadena quiere): el martes, Vértigo; el miércoles, Los
pájaros; ayer viernes, Psicosis. Son películas que me sé
prácticamente de memoria, pero no me canso de ellas. Y luego está el gusto de ver
a Paula descubrirlas por primera vez (compruebo con intriga que todo lo que ha
visto de cine francés o italiano clásico parece haber desterrado al espacio exterior
la edad dorada de Hollywood). Acabo de leer un artículo de Carlos Boyero en el
que viene a decir que la mejor representación visual de estos días es la escena
final de Los pájaros, esa en la que «la familia […] abandona la casa
donde ha sido acorralada por los pájaros. Ocurre al amanecer, sus pasos casi
van a cámara lenta y las aves asesinas milagrosamente se limitan a observarles
y les dejan pasar». Es muy posible. Pero yo me quedaría con otra, mucho menos
efectista pero igual de aterradora. Es la escena de la cafetería que sigue a la
salida de los niños de la escuela, cuando corren camino abajo perseguidos y
hostigados por los cuervos. Es una escena teatral, si se quiere, en la que la
cámara va siguiendo el movimiento de los personajes mientras hablan y dan su
opinión. Y es turbadora porque nosotros, los espectadores, acabamos de ver el
ataque feroz de los cuervos, no tenemos dudas, y, sin embargo, en el diner
del pueblo muchos clientes siguen sin creerse lo ocurrido. Hay incluso quien
niega la mayor: una anciana robusta con aire de sufragista que descarta
rotundamente que las aves sean capaces de organizarse y atacar al ser humano. Ya
puede Tippi Hedren insistir que es ignorada o, peor, tratada como una intrusa.
La escena dura unos minutos y el escepticismo de los lugareños nos exaspera
porque sabemos lo que ha pasado. Y sabemos también que algo va a pasar,
y muy pronto. Es ahí, en ese breve paréntesis dramático, donde quedan expuestos
los mecanismos del autoengaño social, el impulso cobarde con que buscamos
seguridad o alivio en las palabras de los demás, lo difícil que nos resulta
ponernos en lo peor. Ese negacionismo congénito de la especie. Y Hitchcock lo
revela con un humor torcido que no se hace muchas ilusiones sobre nada, y mucho
menos sobre nuestra capacidad para entender o hallar soluciones. Salvo los
protagonistas, la mayor parte de los personajes bordea la estupidez, en
especial el sheriff, que es un perfecto inútil. Así que los pájaros de la
película dan miedo, desde luego. Pero no mucho más que la fauna humana de
Bodega Bay.
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