sábado, 9 de mayo
Me
despierto y lo primero que veo por la ventana del patio es la ronda matinal y
alborotada de los vencejos. El día amanece más frío y nuboso, pero ellos van a
lo suyo, tomando el desayuno con la cuchara de su vuelo. La otra ventana, la
que mira a la calle desde el salón, me da un cuadro muy distinto: una procesión
de corredores con mallas y camisetas de colores que suben y bajan animosamente
las escaleras del parque. Es un buen contraste. Pero yo sigo prefiriendo la
agilidad de los vencejos, su forma de juntar hambre y acrobacia. Y esos gritos,
que parecen llevar dentro su propio eco, son el chasquido con que prende la
hoguera del día: la música estridente y alegre del apetito.
Me
gusta la expresión con que el poeta mexicano Hernán Bravo Varela definió ayer
estas notas: «diario de náufrago interior». Podría ser un buen título, a
condición de darle otra sílaba: Náufrago de interior.
Vuelven
los sueños violentos de hace semanas. Da la impresión de que la mente no se
acostumbra a esta rutina sedentaria y recurre a la noche para viajar y perderse
en el mapa de sus ficciones. Quizá recuerda sin saberlo este verso de
Saint-John Perse que acabo de encontrar en una libreta y que anoté –creo
recordar– en octubre o noviembre, mientras editaba la traducción de Alexandra
Domínguez y Juan Carlos Mestre que verá la luz este otoño. Todo el arranque de
la libreta está ocupado por citas de Perse y es literalmente un florilegio, una
colección de versos luminosos o enigmáticos que iba apuntando según leía. Este,
en concreto, va subrayado, en una letra algo más grande y clara que los demás,
y viene de Mares, quizá su último gran poema: «¿Eres tú, Nómada, la que
nos conducirás esta noche a las orillas de lo Real?». La pregunta trae consigo
su propia escena. Cae la tarde y las fuerzas elementales del mundo despiertan y
se preparan para salir de caza. La muerte vuelve por sus fueros y con ella las astucias
del sueño –es decir, de la imaginación– para estudiarla de cerca sin daño. Es
como decía Blanca Andreu en un breve y hermoso poema:
Ángel
y búho, en secreto concierto,
volaban
juntos, cazaban juntos
ratones
y lémures al anochecer.
Solos
en el sombrío escalón del poniente,
así
hermanos en la ferocidad.
Pensé en estos versos de hace ya treinta
años mientras leía la última entrega de Los cuadernos pálidos de Tomás
Sánchez Santiago. Esta imagen tan solo: «En el atardecer, gatos silenciosos
cruzan sin recelo las autopistas como si hubieran oído una llamada inapelable».
Esos gatos silenciosos salen también de caza y la llamada que los invita a
nomadear es, claro, la llamada de lo Real, el reclamo instintivo de la oscuridad
que alimenta y da fuerzas. Es la noción del sueño como el territorio de un
conocimiento ambiguo que nos cura o nos libera de la triste realidad. Esa
realidad insuficiente de todos los días con sus lindes y espejismos, sus
trampas conceptuales y sus palabras –su neo-lengua– que cambian y son
cambiadas por las circunstancias. La noche es el abrevadero del sueño, de los
sueños, y es entonces cuando decidimos enviar a nuestro pequeño demonio, esa
mezcla de «ángel y búho, en secreto concierto», para que nos traiga noticias
del otro lado y así despertar un poco, sentir que la vida está cerca, con
nosotros. Estos días ese demonio protagoniza secuencias algo rabiosas y
levantiscas, pero no debo preocuparme. Así es como los bajos fondos de la mente
nos vacunan –un verbo que no deberíamos tardar en conjugar– contra la peor
versión de nosotros mismos.
55
días en Madrid. Siento que voy llegando al final de este
cuaderno. Mañana se cumplen ocho semanas justas desde que decidí anotar algunas
de mis impresiones de ese primer día de estado de alarma. Lo hice con una ingenuidad
que ahora me avergüenza un poco, también con una ligereza que –sospecho– ha ido
perdiendo fuelle con el tiempo. Y no es para menos. Recuerdo que aquel domingo tuve
tiempo de hacer una última visita al Templo de Debod, tan confinado en su soledad
eminente como nosotros en nuestros hogares. En estos dos meses muchos de los
pormenores que fui anotando con intriga y hasta con pasmo han desaparecido o se
han disuelto como un azucarillo en el agua de la normalidad, no siempre nueva
(como dice Julio Llamazares en su columna de hoy, «si es normal no será nueva,
y si es nueva no será normal», pero ya sabemos que el oxímoron es un
ingrediente primordial de los lemas y eslóganes del discurso político). Y eso
es tal vez lo más desconcertante: esta mezcla desigual de rutina y anomalía, la
rapidez con que asimilamos hábitos que hasta hace nada nos parecían exóticos o intraducibles.
La famosa distopía de tantas películas y series de televisión es ahora nuestra
calle un sábado a las seis de la tarde. Madrid seguirá en este impasse al menos
quince días más, pero los sentidos están mustios y se resienten. Parece un buen
momento para ir cerrando este libro contable de humores y pequeñas
iluminaciones domésticas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario