A
esto se dedica la policía nacional una tarde de diario a las siete menos
veinte: un coche patrulla escoltado por un agente se dedica a barrer las
zonas del parque que estaban abiertas hasta hace cuatro días. El coche avanza
dando luces detrás de una madre con tres niños pequeños, que es todo el gentío
que ha encontrado a su paso. A los paseadores de perros, que vemos la escena
desde la banda, como quien dice, nos regalan también una bonita sesión de
megafonía.
Algo
bueno tenía que traer el calor. Ayer descubrí que este verano podremos llevar
mascarilla sin que las gafas se empañen.
Para
los que nunca hemos estado cerca del mundo, estas siete semanas de encierro no
han sido tan difíciles. Salvando la conciencia del dolor ambiente y el miedo por
el futuro –que es mucho salvar–, estas semanas de alejamiento y reclusión han
sido también una forma de tomar aliento y quitarse agobios. También de hacer
inventario. Me gusta el neologismo de mi amigo José María Castrillón: cuarentesma.
Algo de eso ha habido (mientras se asuma, claro, que todo lo debemos al
esfuerzo de trabajadores que han tirado del carro en condiciones adversas y
hasta dañinas para ellos, y ahí siguen). El mundo estaba lejos, retirado, o lo
bastante al menos para no ahogarse, y en el espacio abierto por esa retracción
se ha colado otra imagen posible de nuestra vida. Esa lejanía es lo que muchos
de nosotros solíamos entender por «distancia social», pero la diferencia es que
esta vez se ha dado a la fuerza, por imperativo legal. Reconozco mi buena
suerte: el encierro me ha sorprendido con una hija mayor de edad y en una casa
espaciosa, que nos permite cuidar la intimidad de cada cual (más de una vez he
pensado con alarma qué habría sido de mí en aquel pisito de 35 metros cuadrados
en el que vivía cuando Paula tenía diez años). Pero no voy a negar que hay
aspectos de esta cuarentena que me han atraído. No puedo ser el único para
quien el mundo de ahí fuera, y más en nuestro país, siempre tan ruidoso y enfático,
puede ser una presencia cargante; abrumadora, incluso. Leo ahora que muchos
escritores se han visto incapaces de concentrarse y seguir adelante con sus
trabajos. Yo, en cambio, que nunca he tenido facilidad y soy todo menos
prolífico, sentí desde un inicio que las palabras venían sin trabas, que me
ayudaban. El parón ha hecho que las aguas del mundo se retiren y pueda escribir
en la arena mojada. Veremos, eso sí, cuando suba la marea.
En
punto a mascarillas, como diría Gil de Biedma, la cosa no está clara (al menos
en mi barrio): sesentones empoderados y de buen tono que deben de sentirse
inmunes y van casi a cuerpo gentil; ancianas enjutas que tampoco llevan
mascarilla, quiero pensar que por un prurito libertario; corredores que agitan
la cabeza sin complejos, a gusto con sus feromonas; padres despreocupados y jóvenes
de barba poblada que no ven oportuno cubrirse; dos agentes que salen de una panadería
con su mejor sonrisa. También se da alguna paradoja, como la de ese transportista robusto, él sí bien embozado, que iba enseñando el culo cada vez que se
agachaba. Una cosa por otra, supongo. E la nave va. O, como dice el clásico,
«la vida sigue igual».
1 comentario:
No he dejado de leerte pero no he podido comentar. Ayer te leí de nuevo. Y hoy comento: reí, reí mucho ayer después de leerte. Y dejé que la risa me lavara. Fue terapéutico.
Abrazo amigo, amigo en la distancia. Cuidaros.
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