Una tarde de invierno de hace
ocho o nueve años recibí la llamada de un editor de cierto renombre, director
de una venerable colección de clásicos. Yo le había enviado una
propuesta de traducción de la obra poética de Coleridge y él me llamaba para
comentarme que declinaba mi propuesta («ya hemos sacado hace poco una edición
de Baladas líricas...») pero que se le
había ocurrido una alternativa: una antología de la poesía victoriana inglesa, de
Tennyson y Browning en adelante. La oferta era intimidatoria por monumental (sólo
El libro Penguin del verso victoriano
suma casi ochocientas páginas de poesía a texto corrido), pero también
atrayente, con ese imán que tienen los desafíos para llevarnos a su terreno. Además,
no me quedaba opción; estaba en el paro, sin perspectivas de encontrar trabajo
a corto plazo, y malvivía de los encargos que me iban llegando con cuentagotas
y que cobraba –como siempre– mal y tarde. Así que le pedí un par de días para
pensármelo y enviarle una propuesta más definida, aunque en mi fuero interno ya
había aceptado. Lo que sí avancé en nuestra conversación fue la necesidad de no
confinarnos solo a los poemas de los grandes, sino de incluir muestras de la
prosa de John Ruskin, Walter Pater y G. M. Hopkins, cuyos ensayos, cartas y cuadernos
de notas tanto habían influido en los poetas del siglo veinte, empezando por
Pound. De hecho, aquella misma tarde, o a la mañana siguiente, llevado por el
entusiasmo, me puse a traducir algunos fragmentos de la obra de Ruskin, breves
apuntes sobre el arte y la naturaleza que podían funcionar perfectamente, o eso
me parecía (y me sigue pareciendo), como poemas en prosa. Traduje, no sé, diez
o quince fragmentos mientras releía viejas antologías de poesía inglesa y
redactaba un índice preliminar o tentativo para mi selección.
Como era de esperar, el proyecto quedó en nada. El editor se jubilaba aquel mismo verano, según me enteré por un tercero, y con su marcha también desapareció cualquier posibilidad de colaborar con la editorial. (Lo que nunca entendí, a la luz de estas noticias, es por qué me había llamado inicialmente; quizá pensó que podía echar a rodar algunos proyectos antes de jubilarse, quizá su jubilación fue más bien un despido encubierto; no hubo forma de saberlo.) Sin embargo, mantuve la idea de seguir traduciendo a Ruskin y de hacer un librito con el resultado. Recuerdo que una de las tareas que me impuse en el verano de 2006 fue la de ir leyendo y traduciendo algunos de esos fragmentos hasta un total de cincuenta o sesenta: sobre arte y naturaleza, en especial, pero también otros de índole autobiográfica, relativos a su niñez y a su relación con Turner. Todos ellos de una intensidad lírica innegable, escritos más desde el vacío fundante de la poesía que desde el sillón o la basa de la crítica. Pasó el verano, volví a mis traducciones de Auden y de Anne Carson, encontré trabajo en el Círculo de Bellas Artes, y el proyecto Ruskin quedó arrumbado en una carpeta: uno de esos bajíos en los que de pronto encalla hasta la nave mejor equipada. Algún fragmento escapó del naufragio y vio la luz en esta bitácora, pero sin consecuencias.
Y así siguió todo hasta el verano pasado. Siete años después, en agosto de 2013, y en un Madrid de calores africanos muy lejano del Gijón que lo vio arrancar, retomé por fin aquel viejo proyecto y lo completé con un sesgo sensiblemente distinto al inicial: a las entradas sobre arte, arquitectura y naturaleza se sumaron de modo natural toda una serie de fragmentos sobre sociedad y economía que daban fe de las preocupaciones sociales de Ruskin y que parecían comentar, con más de cien años de adelanto, nuestro presente castigado por la codicia de los bancos y la irresponsabilidad de financieros y políticos. Ruskin, que fue un crítico feroz del capitalismo victoriano y denunció las infames condiciones a las que estaba sometida gran parte de la sociedad inglesa, me hablaba en diferido (permítaseme la broma) y de modo indirecto de lo que pasaba aquí y ahora, en esta Europa exasperada por el miedo, la protesta y la incertidumbre. Así fue creciendo y cerrándose El sueño imperativo, un libro de apenas cien páginas que acaba de publicar Vaso Roto Ediciones y en el que se reúnen 111 fragmentos (los que me conocen saben de mi afición por la numerología) que tocan o reflejan todos los temas que interesaron a su autor. Es un libro de pequeño tamaño pero de grandes horizontes, porque todo lo que dice Ruskin sigue siendo relevante a estas alturas del nuevo siglo; basta con hacer un pequeño ejercicio de traducción, de transposición a las claves de nuestro tiempo. Esto es cierto incluso en el caso de sus notas sobre estética, en las que siempre se desliza un matiz, un aparte o un juicio que iluminan nuestra visión del arte y la literatura. Por no hablar de su noción de la obra de arte como algo vivo, como forma orgánica cuya totalidad es siempre mayor que la suma aritmética de las partes que contribuyen («coadyuvan») a su existencia.
El libro llega a las librerías la semana que viene en un formato casi de bolsillo, y eso es lo que pretende: ser llevado en el bolsillo, leído a ratos, picoteado en las horas perdidas del tren o el autobús; convertirse en un compañero de trayecto que haga pensar y, si es posible, sonreír. De momento, ahí va como adelanto uno de esos 111 fragmentos del libro que pertenece originalmente a uno de sus libros de madurez, El nido del águila (1872), en el que se reúnen algunas de sus conferencias en Oxford; un fragmento donde la fuerza de la sintaxis aparece tamizada por esa mezcla de escepticismo y admonición que es marca de la casa, y que es su manera de saludar de lejos a la muerte sin reconocer su autoridad:
Como era de esperar, el proyecto quedó en nada. El editor se jubilaba aquel mismo verano, según me enteré por un tercero, y con su marcha también desapareció cualquier posibilidad de colaborar con la editorial. (Lo que nunca entendí, a la luz de estas noticias, es por qué me había llamado inicialmente; quizá pensó que podía echar a rodar algunos proyectos antes de jubilarse, quizá su jubilación fue más bien un despido encubierto; no hubo forma de saberlo.) Sin embargo, mantuve la idea de seguir traduciendo a Ruskin y de hacer un librito con el resultado. Recuerdo que una de las tareas que me impuse en el verano de 2006 fue la de ir leyendo y traduciendo algunos de esos fragmentos hasta un total de cincuenta o sesenta: sobre arte y naturaleza, en especial, pero también otros de índole autobiográfica, relativos a su niñez y a su relación con Turner. Todos ellos de una intensidad lírica innegable, escritos más desde el vacío fundante de la poesía que desde el sillón o la basa de la crítica. Pasó el verano, volví a mis traducciones de Auden y de Anne Carson, encontré trabajo en el Círculo de Bellas Artes, y el proyecto Ruskin quedó arrumbado en una carpeta: uno de esos bajíos en los que de pronto encalla hasta la nave mejor equipada. Algún fragmento escapó del naufragio y vio la luz en esta bitácora, pero sin consecuencias.
Y así siguió todo hasta el verano pasado. Siete años después, en agosto de 2013, y en un Madrid de calores africanos muy lejano del Gijón que lo vio arrancar, retomé por fin aquel viejo proyecto y lo completé con un sesgo sensiblemente distinto al inicial: a las entradas sobre arte, arquitectura y naturaleza se sumaron de modo natural toda una serie de fragmentos sobre sociedad y economía que daban fe de las preocupaciones sociales de Ruskin y que parecían comentar, con más de cien años de adelanto, nuestro presente castigado por la codicia de los bancos y la irresponsabilidad de financieros y políticos. Ruskin, que fue un crítico feroz del capitalismo victoriano y denunció las infames condiciones a las que estaba sometida gran parte de la sociedad inglesa, me hablaba en diferido (permítaseme la broma) y de modo indirecto de lo que pasaba aquí y ahora, en esta Europa exasperada por el miedo, la protesta y la incertidumbre. Así fue creciendo y cerrándose El sueño imperativo, un libro de apenas cien páginas que acaba de publicar Vaso Roto Ediciones y en el que se reúnen 111 fragmentos (los que me conocen saben de mi afición por la numerología) que tocan o reflejan todos los temas que interesaron a su autor. Es un libro de pequeño tamaño pero de grandes horizontes, porque todo lo que dice Ruskin sigue siendo relevante a estas alturas del nuevo siglo; basta con hacer un pequeño ejercicio de traducción, de transposición a las claves de nuestro tiempo. Esto es cierto incluso en el caso de sus notas sobre estética, en las que siempre se desliza un matiz, un aparte o un juicio que iluminan nuestra visión del arte y la literatura. Por no hablar de su noción de la obra de arte como algo vivo, como forma orgánica cuya totalidad es siempre mayor que la suma aritmética de las partes que contribuyen («coadyuvan») a su existencia.
El libro llega a las librerías la semana que viene en un formato casi de bolsillo, y eso es lo que pretende: ser llevado en el bolsillo, leído a ratos, picoteado en las horas perdidas del tren o el autobús; convertirse en un compañero de trayecto que haga pensar y, si es posible, sonreír. De momento, ahí va como adelanto uno de esos 111 fragmentos del libro que pertenece originalmente a uno de sus libros de madurez, El nido del águila (1872), en el que se reúnen algunas de sus conferencias en Oxford; un fragmento donde la fuerza de la sintaxis aparece tamizada por esa mezcla de escepticismo y admonición que es marca de la casa, y que es su manera de saludar de lejos a la muerte sin reconocer su autoridad:
¿A qué debemos atribuir el que todos los
hombres rememoren el tiempo de su niñez con tanto pesar (si su niñez ha sido
razonablemente saludable o pacífica)? Ese delicioso encanto que hasta la posesión
más nimia tenía a nuestros ojos era la consecuencia de la pobreza de nuestros
tesoros. Esa apariencia milagrosa con que la naturaleza nos rodeaba se debía a
que habíamos visto poco y sabíamos menos. Cada nueva posesión supone una nueva
carga de cansancio; cada nuevo fragmento de saber reduce la facultad de
admiración; y la Muerte acude finalmente a su cita para echarnos de un
escenario en el que, si nos quedáramos más tiempo, ningún obsequio podría
satisfacernos y ningún milagro sorprendernos.
The Eagle’s Nest, capítulo V, § 82
2 comentarios:
Un proyecto magnífico este que has conseguido sacar adelante. Sólo por el fragmento que extractas ya me merece la pena comprar el libro y seguir leyendo. Por cierto, me llama la atención esa frase que escribes casi como de pasada y que parece que encierra mucho detrás: "(...)escritos más desde el vacío fundante de la poesía(...)"
Un saludo.
Gracias por tus palabras, Carlos. Es un proyecto modesto pero que me alegra haber llevado a su conclusión, aunque sea con retraso. Me hace gracia que te hayas fijado en esa frase; habría que explicarla, quizá. Tengo el convencimiento de que toda poesía se genera a partir de un vacío, de un hueco que a su vez genera deseo, anhelo. Saludos, J12
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