sábado, 28 de marzo
Los
vecinos del tercero B pisan con garbo, pisan con fuerza. Bajan las persianas de
un tirón y cierran las puertas sin freno, acostarse para ellos es un largo y
dilatado proceso en el que todo es sometido a revisión y no queda un ruido por
hacer: voces, el runrún de un electrodoméstico que no logro identificar, una
puerta corredera, pasos como de fiera enjaulada, el chorro generoso de algún
grifo. Parece improbable que hayan adquirido esta destreza en apenas dos
semanas de encierro, por lo que debo concluir que ya actuaban así antes y que
soy yo, somos nosotros, los que hemos desarrollado una sensibilidad especial hacia
su mundo, algo así como un oído vulcaniano capaz de sintonizar cualquier
frecuencia de onda. Gracias al silencio, la casa ha recuperado su condición de
cosa viva. Gracias al confinamiento, techos, paredes, caños y bajantes son
ahora el tejido orgánico del animal que nos guarda, como la ballena de Jonás.
Solo que la ballena es también un gran barco de madera que no para de crujir y
acomodarse. Tumbado en la cama, escucho el ruido del agua en las tuberías y
hasta creo adivinar el eco de una cisterna dos pisos más arriba. El libro
abierto me pesa en el pecho, pero espero a que los sentidos regresen de sus
inspecciones nocturnas para dejarlo en el suelo y apagar la luz. Cor meum
vigilat.
El
parlamento de las aves está en su apogeo. La sesión de hoy fue particularmente
variada y musical, con abundancia de mirlos, jilgueros y gorriones, quizá
también alguna tórtola. No tengo el ojo bien entrenado y me cuesta verlas entre
las ramas más espesas (ayer Paula grabó a un pájaro carpintero «atacando» un
tronco desde varios frentes: no es una visión habitual, al menos en este
parque, y de hecho no aparece entre los pájaros listados por las guías, aunque
su picoteo me es familiar de mis visitas a la Casa de Campo). Las únicas
excepciones son las cotorras, tan ruidosas y pendencieras como siempre. Tan fuera
de lugar, en realidad. Esta mañana dos ejemplares saltaron bruscamente de una
rama sin dejar de chillar y picotearse entre ellos. De la trifulca salió asustada
una paloma que andaba por ahí y no las vio venir. Y eso que es difícil no
verlas… ni oírlas, como a mis vecinos del tercero B. Así lo contaba el poeta
José Luis Zerón en un mensaje de hace días: «Vivo muy cerca de los últimos reductos de la
huerta de Orihuela, y con el trasiego cotidiano apenas distinguía el canto del
mirlo y por las noches el del alcaraván. Ahora oigo con nitidez el canto de la
calandria, del verdecillo, del jilguero, del verderón y del petirrojo, más el
grito brujil de las garzas». Me encantó la enumeración de José Luis, su gusto
visible por unos nombres casi tan sonoros como las aves que designan. Sí, este
silencio nos ha devuelto el canto de los pájaros. Y pienso –pero no sé si es
pronto para decirlo– que ojalá nos devolviera también el sonido entero de
algunas palabras, su sentido, las ganas y el placer y hasta el asombro de
decirlas.
«A
Madrid en Madrid buscas, ¡oh confinado!, / y en la misma Madrid a Madrid no la
hallas…». Se puede decir así, a la manera de Quevedo y Du Bellay (y
convirtiendo los endecasílabos originales en alejandrinos algo forzados), o
como ha hecho Paula este mediodía al salir al balcón y ver la calle desierta: Echo
de menos Madrid…
Me
instalo en la mesa del comedor y empiezo a escribir y responder mensajes de
correo electrónico mientras vigilo el horno. Me gusta esta convivencia de
escritura y cocina, este levantarme cada poco para ver cómo va el asado y comprobar
que no se seca. Aprovecho cada interrupción para pensar de nuevo una palabra,
el ritmo de una frase, un giro verbal. Mi forma de cuidar la carne es acercarme
al horno, abrir la puerta y verter medio vaso de vino blanco. Mi forma de
cuidar la escritura es salirme de ella y pensarla desde lejos. Mientras tanto,
el comedor se va llenando de olores: limón, vino, aceite, romero y tomillo, la
piel que se dora sin prisa y el jugo que se escurre en la fuente. Todo es
cuestión de no despistarse y medir los tiempos. Así también estos días.
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