Las distopías del nuevo siglo tienen un aire inequívocamente altomedieval: una mezcla de feudalismo y tecnología punta, con ese acento apocalíptico propio de los credos milenaristas. Y no es extraño: nuestros señores feudales tienen más poder que los reinos donde ubican sus castillos, que son mansiones más o menos fortificadas en las afueras de la ciudad; son ellos, los señores de las tecnológicas y las grandes financieras y las empresas de armas (llamadas «de seguridad» con desparpajo eufemístico), los que establecen alianzas transnacionales para eludir el pago de impuestos y esquilmar a sus vasallos, que ojean la pantalla con el mismo pasmo bobalicón con que los campesinos miraban los frescos de las iglesias. La analogía está ahí, y basta con tirar de la madeja. Es lo que hacen los creadores de ficciones, los guionistas de series y películas con aroma a devastación. Solo unos pocos nos atrevemos, tal vez ingenuamente, a añadir una imagen al puzle: alguien, en algún lugar, alguien que no conocemos y que no levanta sospechas, ha decidido construir su propio monasterio y hace de monje copista en el scriptorium.
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